Todas las noches, llamar por teléfono a mi madre. Admirarme de su entereza a los 82 años. Reiterarle que no salga de casa. Que estamos en los días de máxima transmisión. Todas las noches, cenar ligero, sacar la ropa de la lavadora, guardarla. Quedarme hasta muy tarde revisando el iPhone. Todas las noches, reprocharme por no ir a dormir más temprano. Todas las noches, ya en la cama, mirar en la mente una imagen: un cuerpo puesto bocabajo, para que pueda respirar, en algún hospital del mundo. Todas las madrugadas, tener las pesadillas en las que regreso a un lugar que temo, en las que encuentro a personas que detesto. Todas las mañanas, despertarme a cualquier hora, sentir que me duele la mano derecha que me lastimé hace semanas, quizás en la última compra afuera. Todas las mañanas, levantarme, vestirme, sujetarme el pelo, ponerme el cubrebocas reusable, los lentes de protección, los guantes de látex. Bajar por la escalera, evitar el elevador. Pensar en los aerosoles invisibles. Depositar la basura en los botes del condominio, subir por la escalera. Entrar a casa, desinfectar con cloro hasta la suela de los zapatos. Seguir el ritual con método. Recordar mis factores de riesgo. Todas las mañanas, ducharme, creer que nado en la alberca del Sportium. Mover mis brazos para enjabonarme en el aroma a mandarina de Crabtree & Evelyn. Evocar la brazada de crawl: uno, dos, tres, respiro… La voz de Aristegui, en la radio, me sacude. Todas las mañanas, encremarme, peinarme, vestirme, perfumarme, pretender que salgo a trabajar. Acordarme de que al auto se le bajó la batería hace una semana. O dos o tres. Todas las mañanas, escuchar a mis jóvenes vecinos que se organizaron para limpiar el pasillo. Agradecerles en silencio. Todas las mañanas, preparar el desayuno, y, de una vez, la comida. Calcular si ya habría que usar el brócoli. O pedir otra despensa. No, por favor. Accionar la licuadora. Recordar que hacía muchos años no guisaba. Acalorarme. Cansarme. Todos los días, a todas horas, lavarme, lavarme, lavarme las manos veinte segundos, aunque enrojezcan y se agrieten. Todos los días, huir por las grietas de mi piel. Persiguir al conejo que atraviesa umbrales. Todos los días, despertar del ensueño: el balazo de otro narco en Netflix. Todos los días, mirarla a ella. También ella trata, resiste. Quizás ella, en la pantalla de su lector digital, en su Kobo, persigue a su conejo. Abrazarnos. Cada quien a su rutina. Todas las tardes, tratar de seguir con las clases. Prender la computadora, divagar. Concentrarme al fin. En el Google Classroom, leer los poemas de mis alumnos. En silencio: sus palabras nítidas. Todas las tardes, lavarme otra vez las manos, servir la comida, alimentarme, cepillar mis dientes. Tratar de trabajar de nuevo. Todas las noches, a las siete en punto, parar las máquinas, sintonizar el canal Once, escuchar la conferencia. Sopesar las gráficas concienzudamente, como si entendiera de estadística. Todas las noches, reflexionar en una palabra: inconmensurable.